No había más tiempo que perder. Llené de aire mis pulmones, cerré los ojos y eché a correr. Mis pies dejaron de sentir la solidez del suelo para flotar en un mar de ausencia. Nada, no había nada que sujetara mis extremidades ni rozara mi cuerpo. Solo aire. El Dios Eolo me regaló durante unos segundos una pizca de la más absoluta y fascinante armonía. El viento acariciaba mi rostro y abrazaba mi cuerpo como una nube de algodón. De pronto, todos mis sentidos se revelaron de forma impulsiva; mis oídos, mi piel, mi olfato, mi vista y mi tacto despertaron como el amanecer de un nuevo día. Cada partícula sostenida en el aire, cada gota sumergida en el agua, cada brizna de polvo tendida sobre las rocas… era captada por mis cinco sentidos. Lejos de sentirme amenazada por una caída mortal, mi corazón gritaba dichoso por un nuevo comienzo, una nueva identidad. Como bien dijo el Señor Fisher antes de nuestra partida, hay un tiempo para nacer y un tiempo para morir. Este era, sin duda, e...