Cuando Thad Beaumont en pleno bloqueo creativo después de que su novela Las súbitas bailarinas optara al Premio Nacional de Literatura y lo perdiera decidió seguir los consejos de su mujer y publicar una serie de thrillers retorcidos y sangrientos bajo el seudónimo de George Stark no pensó ni por asomo que le sería tan difícil deshacerse de ese otro yo que no se explicaba cómo había dejado de ser ficticio.